Hola a tod@s,
os traigo la segunda parte del relato propio "Maestros de la Piedra - Crónica del s.XVI". Podéis leer la primera pinchando AQUÍ, y la segunda pinchando AQUÍ.
Maestros de la Piedra, como así se titula, la escribí hace un tiempo, y se trata de una breve crónica ficticia que retrata algunos de los pormenores y la idiosincrasia de ciertos oficios en la ciudad de Cáceres durante la primera mitad del siglo XVI. Detalle del pasado que tiene su eco en la modernidad, ésta es la primera parte (de un total de tres) de la radiografía de una época.
os traigo la segunda parte del relato propio "Maestros de la Piedra - Crónica del s.XVI". Podéis leer la primera pinchando AQUÍ, y la segunda pinchando AQUÍ.
Maestros de la Piedra, como así se titula, la escribí hace un tiempo, y se trata de una breve crónica ficticia que retrata algunos de los pormenores y la idiosincrasia de ciertos oficios en la ciudad de Cáceres durante la primera mitad del siglo XVI. Detalle del pasado que tiene su eco en la modernidad, ésta es la primera parte (de un total de tres) de la radiografía de una época.
Parte III. La prueba del Maestro
Gonzalo repasaba mediante finos golpes de cincel las guías marcadas en los bloques de piedra, separados previamente de la roca viva. Habían sido traídos días atrás, como el maestro tenía estipulado con su abastecedor. Después comenzó a descuadrarlos para poder trabajarlos mejor. En la calle confluían diversos talleres artesanales, cuyos oficiales trabajaban en su interior, ya fueran estudios, tiendas o locales. Muchos de los negocios tenían acomodados delante del umbral parasoles y sombrajos. En el zaguán y en la misma calle se oficiaban las ventas de sus productos, no faltando trasiego de interesados clientes de diversa índole social. Junto al obrador del maestro Lázaro, cuyo administrador verdadero era el propio Gonzalo, se había fundado recientemente otra curtiduría.
Éste se asomaba casi cada mañana en el nuevo local para poder vislumbrar el proceso. La piel adquirida para el trabajo era sumergida en agua varias veces, y golpeada y restregada con fuerza para eliminar todo rastro de carne y grasa aún adherida. El joven curtidor tomaba luego las pieles de animal y las remojaba en agua. Su maestro supervisaba escrupulosamente su trabajo. Tras ello, cada sección de piel n una pequeña tina con orina para reblandecer el pelaje. Tan sólo quedaban meses de reposo hasta el impregnado en una solución salina, de la cual Gonzalo aún no conocía su esencia. Ni tan siquiera el raspado final era una parte ociosa del oficio, sino que era tan importante como cualquier otra. El oficial de cantería entendió que aquel proceso era tan duro como desbastar en sillares un gran bloque pétreo o apurar fielmente un acabado rugoso con un martillo trinchante.
–¿Gonzalo Mendoza? –el cantero dejó de contemplar el trabajo del curtidor, y se giró diligente tras oír una voz femenina. El sol sobre la ciudad le golpeó en el rostro–. Una mujer y dos hombres se erguían delante del estudio de don Lázaro–.
–Para servir a vuestra merced –respondió el cantero asintiendo–. Enseguida se introdujo en el obrador, invitando a los tres allegados a pasar al interior.
Gonzalo esperaba ese momento. Sabía quiénes eran todos ellos. El maestro cantero lo había acordado así con el Concejo: la carta de examen refería el domingo de la primera semana del mes de junio, antes del mediodía. La veedora y los tenientes ojeaban con interés el estudio de don Lázaro. Algunas herramientas colgaban en el muro lateral, y otras tantas bajo el escudo real otorgado antaño a Cáceres por Su Majestad Isabel. El Maestro había colocado la copia original décadas atrás (una de las varias esculpidas) en recuerdo de su padre. La examinadora Juana Pacheco, que estaba emparentada con la familia Carvajal, paseó un instante entre las tallas y algunos sillares de muestra. Varios bloques de piedra estaban dispuestos encima de la mesa principal, junto a las herramientas de examen. Gonzalo había preparado minuciosamente los aparejos la noche anterior, tal y como se requería en la carta de convocatoria recibida tiempo atrás.
Primero practicó un desbaste profundo con martillos de caras cóncavas. Después utilizó convenientemente el pico en otro bloque para separar las prominencias y abultamientos de la roca. La forma empleada se parecía sobremanera a la del maestro Lázaro, pues Gonzalo era harto observador y tenía un don para ciertas tareas del oficio de cantería. Tal oficio, como todos los existentes en la ciudad, se regían por la única categoría jerárquica: aprendices, oficiales y maestros del oficio. Los primeros eran tutelados durante años por los maestros, cuya posición permitía ostentar un negocio artesanal propio dentro del régimen municipal. Los oficiales trabajaban junto al maestro, y deseaban aprender todo cuanto podían hasta que realizaran la petición de examen en el momento oportuno. Los veedores eran los agentes examinadores de cualquier artesano, y no eran miembros concejiles como tal, sino congéneres profesionales de un mismo gremio artesanal.
Sin embargo, no existía en aquellos años gremio cantero en la ciudad de Cáceres. El maestro Lázaro acaparaba todas peticiones de alarifes de obra, esculpido en piedra y restauración de sillares o escudos hasta ese momento. Gonzalo era el sucesor, y pensaba en ello con gratitud hacia su mentor, sabiendo que le había instruido en el oficio apropiadamente.
Una maniobra de tallado vertical con bujarda, que era una especie de martillo dentado para dar forma rugosa a la piedra, dio paso al retoque de un busto aún indeterminado, del cual debía salir el producto final para la obtención del grado maestro. Gonzalo tallaba concentrado con las uñetas y escafiladores los detalles de un rostro conocido en la ciudad. El repiqueteo era constante en el amplio obrador. Tomando un afilado puntero de un cajón, transfirió personalidad a los ojos y diversos pliegues faciales de la obra final.
–¡Es el maestro! –murmuró el joven Severo mientras espiaba la prueba desde el umbral, nada más llegar–. Don Lázaro sonrió un instante, y el aprendiz insistió–. Es usted, maestro, aunque no lo vea. Gonzalo ha tallado su rostro en la piedra. ¡Es fabuloso!
–No lo dudo. Aprende de él todo cuanto puedas, Severo –respondió en voz baja–. Dejemos que termine.
Casi una hora después, en el rincón que unía Tenerías con la Ribera de Curtidores se hacinaban algunas bestias de carga que portaban aguaderas sobre sus cuartos traseros. Sus dueños transportaban sobres ellas cántaros de agua rebosantes procedentes de Fuente Rocha o tal vez de la Fuente del Concejo. El maestro Lázaro y Severo observaban el ir y venir de cardadores, tenderos, sastres, plateros, y los habitantes que se acercaban a los locales de esa zona de la ciudad. Gonzalo adquirió esa mañana el grado de maestro tras un impecable dominio de la talla. La veedora dio parte positivo al Concejo y a su escribano, secretario en funciones, sobre el examen de cantería, para que lo regulara como nuevo maestro. Quedó tal efecto así referido en el Libro de los Fueros de Cáceres y a ojos de la vecindad: Gonzalo Mendoza era ahora el nuevo maestro cantero en la ciudad.
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