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28 feb 2019

Maestros de la Piedra - Crónica del s.XVI (Parte II)

Hola a tod@s,

os traigo la segunda parte del relato propio "Maestros de la Piedra - Crónica del s.XVI". Podéis leer la primera pinchando AQUÍ.

Maestros de la Piedra, como así se titula, la escribí hace un tiempo, y se trata de una breve crónica ficticia que retrata algunos de los pormenores y la idiosincrasia de ciertos oficios en la ciudad de Cáceres durante la primera mitad del siglo XVI. Detalle del pasado que tiene su eco en la modernidad, ésta es la primera parte (de un total de tres) de la radiografía de una época.


                                  Parte II. El escudo de la Reina

El joven pupilo aún tenía tiempo para pasear por los callejones y las plazas de camino al Hospital de los Caballeros. Barruntaba para sí algunas de las palabras del herrero. La Cuesta del Maestre... –se repetía–. Después apretó el paso, esperando que su mentor le pudiera descifrar aquella historia que se antojaba huidiza a la par que interesante.

El maestro cantero ya no acudía temprano a su negocio. De hecho, no lo hacía sin su joven aprendiz, Severo, insaciable de curiosidad, al cual tutelaba con vastos conocimientos pero insuficiente práctica por razones de peso. Con más de medio siglo entre sus manos, el maestro había cedido el dormitorio de su casa–taller a su oficial (un tipo entusiasta del tallado), y éste abría cada mañana las puertas del obrador.

El maestro, alojado desde hacía tiempo en el hospital de los Ulloa (aquel al que apodaban “el Rico”), había perdido por completo la visión. El edificio era lugar para el amparo y resguardo de peregrinos compostelanos del camino de la Vía de la Plata, conocido también como el Camino Mozárabe (aquel que partía de Sevilla hasta llegar a Astorga, y después hacia la ciudad santa de Compostela). El cantero guardaba relación con algunos miembros de la familia Ulloa, los cuáles le habían acomodado en su hospital permanentemente. Severo acudía allí cada mañana para recogerle, y después le guiaba hasta el obrador de cantería, atravesando la ciudad. Aquello se producía siempre después de tocar la hora Tercia en el convento de San Pablo, situado próximo a la iglesia de San Mateo.

Ambos recorrían las calzadas empedradas desde antaño, caminando en solemne ritual hasta la casa–taller, ubicado en un solar cerca de la confluencia entre las calles de Tenerías y la Ribera de los Curtidores, en mitad de la calle Caleros. Allí les aguardaban los quehaceres diarios (que ya eran pocos para el maestro), ocupando el interior numerosos volúmenes de piedra dispuestos para ser transformados, así como tallas de diversa índole para algunos encargos.

–¿Porqué seguís, aquí, don Lázaro? –preguntó el joven Severo sujetando al cantero por el brazo mientras observaba las ventanas del hospital–. Unos jóvenes con sacos repletos de pendones coloridos, dispuestos para la festividad del Corpus Christi, discurrían por la calle Ancha en dirección a la plaza de San Mateo.

–¿A qué te refieres? –el maestro se desenvolvía bien con su pupilo, el cual había tomado hacía algo más de tres años–.

–Sabéis a lo que me refiero, maestro –respondió–. Habéis dejado a Gonzalo la custodia del obrador, y tal que así vuestra fama, y los miembros del Concejo empiezan a tratar con él los encargos y precios del oficio, en vez de con usted.

–Es lógico, no hay en esta villa más oficial cantero que él, ni otro aprendiz contratado como tú. Hay gremios de zapateros, peleteros o caleros, y corporaciones de todo tipo, pero nadie desbasta la piedra, y aún menos la talla. Sólo quedáis tú, Severo, y él, previo a tí –Lázaro sonreía mientras hablaba–. Mi labor y tu instrucción será continuada por Gonzalo. Dentro de poco él será Maestro reconocido, y con el tiempo tú adquirirás su grado. Tenlo por seguro.

–Gracias, don Lázaro... –respondió con agradecimiento profundo–. Dígame, ¿que sabe usted de la Cuesta del Maestre?

Ambos descendían con sumo cuidado los escalones de la Cuesta de la Compañía, mientras el mentor narraba al novicio, haciendo acopio de sus recuerdos, cómo los llamados Fratres de Cáceres resistieron siglos atrás los embistes almohades durante el asalto de la ciudad. La casa original de aquellos clérigos-soldados era la Iglesia de Santiago. El joven aprendiz escuchaba pacientemente, imaginando tales disputas, cuando don Lázaro se detuvo. Lo hizo delante de la portada de la casa de los Golfines de Abajo, el palacio más grande de la ciudad de Cáceres. Mientras tanto, la mañana de domingo arrastraba el rumor de la muchedumbre en los alrededores de la Concatedral de Santa María.

–Maestro, ¿qué ocurre? –preguntó el joven al ver a su instructor abstraído por momentos–.

–Es aquí –el cantero cerró los ojos, tomó aire y recordó algún pasaje de su vida–. No era mucho más mayor que tú cuando vi esculpir ese blasón... –la actividad en la plaza dibujaba un ambiente concurrido–. Después de la celebración de la misa un estruendo parecido al Ángelus solía convocar a vecinos y miembros del Concejo en ese mismo lugar. Una vez allí se trataban los problemas de distinta gravedad referentes a la vecindad. Aún quedaban unas horas para ello, pero las gentes ya se aproximaban.

–¿Ves el escudo de Sus Majestades? ¡Allí arriba, en la ventana geminada! –Severo alzó la mirada y logró divisar el fabuloso blasón bajo la crestería plateresca que decoraba las alturas de palacio. Don Lázaro siguió hablando–. La Reina dispuso el escudo de armas de su matrimonio en la ciudad, mitad león y mitad castillo... Mandó hacerlo esculpir al Concejo y los veedores del mismo se lo encargaron a mi padre. Ambos reinos unificados reunidos en un sólo escudo –el joven recordó que había un emblema de piedra similar en la casa–taller del maestro. Era una de las copias originales del blasón, y desde que fue contratado en aprendizaje, la obra ostentaba un lugar privilegiado dentro del obrador–.

Tras unos minutos, la gente comenzaba a congregarse en la plaza de la Concatedral para tratar cuanto antes sus quejas.

–Maestro, deberíamos irnos –señaló preocupado el pupilo al divisar a ciertos individuos transitando con prisa–. Habla usted de veedores, y tal que ahora veo a uno de ellos: Juana Pacheco y el resto de tenientes del corregidor se dirigen al taller... Llegarán antes que nosotros.

–No te preocupes, Gonzalo conoce los entresijos de la piedra –respondió Lázaro–. No podrán sorprenderle con nada. Antes de mañana, Severo, estarás bajo su tutela –ambos continuaron la estela de los veedores en dirección al obrador de cantería, dejando a un lado la calle de la Amargura–.

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